Los astrónomos anhelan observar en nuestra galaxia una explosión estelar como la que contempló y estudió Kepler en 1604
La ciudad cósmica que habitamos, poblada por más de 150.000 millones de estrellas, lleva cuatro siglos ocultando a la humanidad el fenómeno natural más violento: supernovas, soles masivos que explotan tras un colapso gravitatorio y multiplican su brillo millones de veces. La última vez que la ciencia asistió a semejante estallido fue en 1604, cuando el gran Johannes Kepler fue testigo, junto a otros astrónomos de su tiempo, de la última supernova observada en la Vía Láctea, nuestra galaxia. Aquella explosión alcanzó un brillo similar al de Venus e impulsó al matemático alemán a escribir un libro para contar su experiencia, titulado De Stella nova. Desde entonces, los científicos no han podido observar en nuestra galaxia ninguna supernova, pero no porque no se hayan producido, sino porque las franjas de polvo existente en el medio interestelar las han ocultado a la luz de los telescopios, por lo que solo se descubrieron con posterioridad a la explosión, bien con radiotelescopios (emisiones en el espectro no visible) o por el hallazgo del remanente, en forma de nebulosa con los restos de la estrella. El ejemplo más famoso es Casiopea A, una intensa radiofuente a una distancia de unos 10.000 años luz, cuyo origen se atribuye a una supernova en 1680.
Recientemente, los cambios de brillo en Betelgeuse, en la constelación de Orión, han despertado gran expectación ante el posible estallido de esta supergigante roja. Sin embargo, muchos astrónomos creen que a Betelgeuse no le ha llegado su hora, ya que probablemente aún no haya colapsado y se trate solo de alteraciones en sus capas externas, que modifican su emisión de luz.
Hay otros nombres propios en nuestra galaxia, como la enana blanca IK Pegasi b y la hipermasiva azul Eta Carinae (con una masa que supera 100 veces la del Sol), tan buenos o mejores candidatos que Betelgeuse para explotar en un futuro cercano. Como todas las estrellas masivas, sufrirán un colapso gravitatorio una vez que agoten su combustible nuclear, si bien la ciencia no puede predecir con exactitud cuándo se producirá. Pero la explosión será tan colosal que brillarán en el cielo a pleno día, como sucedió hace casi un milenio con la supernova de 1054, cuyo remanente forma en la actualidad la Nebulosa del Cangrejo (M 1), visible con telescopios en la constelación de Taurus. Las crónicas de los astrónomos chinos de la época refieren que fue visible de día, por lo que su resplandor debió superar el de Venus, el astro más brillante después del Sol y la Luna.
De una a tres cada 100 años
Aunque no todas, la mayoría de las candidatas a supernova se hallan a distancias de cientos o miles de años luz del Sistema Solar, por lo que no suponen una amenaza para la Tierra. Su estallido, en cambio, sería una oportunidad extraordinaria para la ciencia, al estudiarse con el mayor detalle merced a la multitud de telescopios e instrumental de observación de los que disponen ahora los astrofísicos. La supernova SN 1987A fue analizada con todo lujo de detalles en la Gran Nube de Magallanes, pero un fenómeno así dentro la Vía Láctea aportaría un escenario mucho más propicio por proximidad.
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